Blackhat – Boyhood: Planos robados, planos perdidos

Dos planos, dos momentos, infiltrados en dos grandes películas, destacadas y a destacar por muchos otros aspectos, y sin embargo esos dos instantes son para mí lo que las define, el lugar donde sus secretos y cualidades son susurrados con mayor poder. En Blackhat (íd., Michael Mann, 2015), esa mirada, quién sabe por qué y a dónde, que Nick Hathaway, el hacker protagonista, dirige al infinito en la pista de un aeropuerto tras haber sido puesto en libertad, a la que Mann devuelve una imagen aún más misteriosa: una sinuosa panorámica del suelo de la pista, con las señales pintadas que se entrecruzan. En Boyhood (íd., Richard Linklater, 2014), la larga conversación que Mason, el protagonista, tiene con una amiga de camino a casa tras el instituto, en la que hablan de una fiesta y de la universidad que ha de venir, filmada en travelling retro a medida que avanzan por el callejón. Mientras que el primer momento me hace pensar en Resnais, especialmente en aquellas grietas en el asfalto provocadas por Las malas hierbas (Les herbes folles, Alain Resnais, 2009), el segundo me trae a la memoria los épicos planos secuencia de Béla Tarr o Gus Van Sant. Los tres cineastas citados destilan en sus obras una preocupación mayor por el asunto temporal, ya sea en una vertiente más estructural (Resnais) o material (Tarr, Van Sant), expresada de forma pronunciada y, por ello, hay antes un trato que un retrato del tiempo. En síntesis, sus películas son anormales temporalmente, también desde el punto de vista espacial (y me sigo refiriendo al tiempo, no a su anormalidad); sus lugares también son tiempo. Sin embargo, Mann y Linklater practican el tiempo antes que manipularlo, y de ahí los dos instantes a los que me refería inicialmente como faro desapercibido imprescindible para llegar al corazón de ambas películas: en Blackhat, una cinta mundana y cruda como pocas recuerdo, la mirada de Hathaway en el aeropuerto y su contraplano como profecía apresurada y sofisticada del futuro, una poética que retruena encadenada bajo toneladas de hormigón; en Boyhood, un travelling que encapsula el tiempo, simplemente eso, en un único bloque dentro de una película construida sobre la ausencia de tiempo, para preservarlo tan imperceptible como es y al mismo tiempo ser un soplo de realidad en un film que también podría llamarse, irónicamente, 12 años de esclavitud.

Blackhat

Porque tanto Blackhat como Boyhood son cine residual, construido mediante las imágenes que sus directores pueden recuperarle a una realidad que siempre, siempre, es más rápida e inmisericorde que ellos, algo que es especialmente notable en la cinta de Mann, cuya época y arco temporal llevan intrínsecos una velocidad que nos hace percatarnos que muchas escenas carecen del rigor visual o narrativo supuesto en films de este tipo (más aún, en anteriores obras de Mann), como si el tiempo se escolara tan frenéticamente entre sus manos que la máxima fuera rodar y rodar, lo que se pueda, dejando a un lado la planificación habitual (si algo se ha radicalizado en Blackhat respecto a anteriores producciones de su director es lo que precede a las imágenes) y adaptándose a cada situación según el tiempo disponible, como en el magnífico plano, hacia el final de la cinta, en el que Hathaway espera la llamada del hacker antagonista: la cámara encuadrando el móvil de Hathaway en primer plano, detrás borroso; suena el teléfono, Hathaway se apresura a cogerlo, y Mann no corta, sino que sigue la trayectoria del móvil, enfocando al personaje y el lugar durante el trayecto, hasta que termina la conversación. ¿Economía fílmica salvaje o efectismo visual? A juzgar por el resto de la película, me inclino por lo primero: planos robados al vuelo, algunos llenos de destreza, como el descrito ahora, algunos llenos de belleza, como el del aeropuerto citado arriba, algunos de una funcionalidad aplastante, como la recurrente imagen de la sala de control de la central nuclear atacada, rellena de radioactividad y muerte, un símbolo perfecto de la anormalidad que subyace bajo lo rutinario hoy en día, el peligro escondido tras un sencillo plano de una pantalla. Lo decisivo en Blackhat, algo compartido por Boyhood, es la democratización de la importancia cinematográfica o, dicho de otro modo, la facilidad con la que los secretos del cine, y por añadido los del tiempo, pueden hallarse en los planos en apariencia más nimios, más transitorios, como llega a suceder, incluso, en el clímax de la película de Mann, una persecución entre los dos hackers durante una celebración popular nocturna, en la que jamás llega el gran plano del enfrentamiento, sino que todo son imágenes fugaces, casi posicionales, informativas, dejando Mann que la poética del momento emane del fuego, las figuras y sus rapidísimos movimientos, casi como si fuera un documental de animales salvajes, esclavos de su instinto y por tanto liberados de la pesada carga del tiempo, que no es otra que la de la vida y la muerte. Como le recuerda Lien, interpretada por Tang Wei, a Hathaway al principio del film en una brillante y nada glamurosa conversación en un restaurante coreano, «no hay tiempo de transición», refiriéndose a que a partir de ese momento deberán actuar por instinto, sin reflexionar ni un instante porque eso puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. A contrarreloj, Blackhat concibe el tiempo como algo que sólo se experimenta cuando no se es consciente de su paso, cuando uno se adhiere a él, como en el plano de la cámara que sigue al móvil de Hathaway.

Boyhood

Si Blackhat es un film sobre el tiempo robado, sobre el que Mann le ha podido sustraer a su propio rodaje para montarlo en crudo, 100% puro como si de una droga se tratara, escaso pero valioso, Boyhood se centra en el tiempo perdido, tanto el perdido (12 años) para rodar la película, como todos aquellos días, semanas, años, que no pudieron ser rodados. Boyhood es más lo no filmado que lo filmado, es más el tiempo perdido que el registrado, la búsqueda incesante e infructuosa de la magdalena de Proust y lo que sucede durante esa búsqueda. 12 años, de esclavitud a una película, pero también 12 años de transición. Es curioso que se hable de Boyhood como de esa película que nos permite contemplar, en vivo y en directo, el crecimiento de un individuo desde la niñez hasta la juventud temprana, exaltando una continuidad, una épica del gran relato, que de hecho es imposible debido a la misma esencia del film, rodado únicamente en los veranos durante doce años, y por lo tanto incompleto por definición, un verdadero Frankenstein del realismo cinematográfico, o la proletaria desesperación ante la imposibilidad de devolver al cine americano (aquí compartida con Mann) aquello que fue patrimonio de su mítico clasicismo: las grandes historias. Boyhood, como Blackhat, no es una gran historia, pero lo más interesante de todo es que debería serlo: durante más de una década, Linklater junta al mismo equipo año tras año para filmar la infancia y adolescencia de un chaval, que cambia ante nuestros ojos, cuya vida es aquella en la que deberían verse reflejados millones de estadounidenses, de occidentales incluso. Padres separados, padrastros violentos, divorcios, acampadas, música, chicas, fiestas, alguna borrachera, el primer coche, novia, vocación… Todo eso, y más, sucede en Boyhood, pero cuando uno piensa en la película, no se siente ante una majestuosa historia de la clase media americana, sino ante los retazos de los primeros años de vida consciente de un tipo cualquiera. ¿Por qué Boyhood debería ser una gran historia, una sublimación de la infancia y adolescencia que todos pudiéramos celebrar y utilizar para sustituir la nuestra, y aún así no lo es? Intuyo que la razón es su mismo dispositivo de rodaje, la realidad que hay tras ella: no estamos ante un film (que trata) sobre doce años en la vida de un niño, sino ante un film hecho, literalmente, repito, literalmente, sobre doce años en la vida de un niño. Quienes han participado en la cinta de Linklater la han rodado con una vida verdadera, paralela, que ha transcurrido durante el rodaje, con el propio Linklater realizando muchas otras obras, y ello lleva inevitablemente a una conclusión tan obvia como de poderosas consecuencias: si en Boyhood no vemos qué les ha sucedido a Ellar Coltrane, Ethan Hawke o Patricia Arquette durante esos doce años, ¿por qué deberíamos ver qué les ha sucedido a Mason, su padre o su madre? Digo que Boyhood es más lo no filmado que lo filmado porque la cantidad de acontecimientos importantes que no vemos es tal que al final sólo nos llegan las consecuencias del paso del tiempo; el cambio, no los cambios. No vemos el divorcio de la madre de Mason y su padrastro, el profesor universitario, no vemos el enamoramiento de ella con el que será su tercer marido, ni de hecho tampoco vemos el noviazgo con el profesor, nos perdemos el nacimiento del hijo del padre de Mason con su nueva esposa, así como el flirteo del protagonista con la que será su novia, no vemos la ruptura de éstos… La cantidad de acontecimientos importantes en la vida de Mason que nos perdemos es tan, tan grande, que me parece asombroso que se hable de épica para referirse a Boyhood cuando lo que destila el film es la pena por el tiempo perdido (como se prueba en la sucinta pero abrumadora última conversación entre Mason y su madre) mezclada o, mejor dicho, infiltrada por una normalización de ese sentimiento: el tiempo pasa, y lo lógico es que si no se trata del propio, es imposible vivir completamente el de los demás. Linklater edifica su cinta mediante los ecos de acontecimientos y situaciones que servirían para construir esa gran película clásica sobre la clase media americana que Boyhood no es, y así lo que nos llegan son imágenes residuales del gran relato, en las que retumban los mejores westerns, dramas o incluso films de aventuras, como se muestra en la preciosa parte final del film en la que Mason se prepara para su vida en la universidad. Lo que conmociona de la película, entonces, no es la sensación de realidad, de ver una infancia y adolescencia, sino la sensación de recordarlas, de paso del tiempo y de tiempo pasado, de los doce años que han tenido que transcurrir para que una película así sea posible, y de que, para los que ya hace algún tiempo que cumplimos los 18, esos doce años no serán nunca los nuestros, pero la textura de su recuerdo es muy similar a la que sustenta las imágenes de Boyhood.

La textura… ¿Es la textura lo tangible al cabo de los milenios?

La de la magdalena de Proust…

La del móvil de Mann…

La del callejón de Linklater…

Una respuesta a “Blackhat – Boyhood: Planos robados, planos perdidos

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