La montaña de los idiotas – ‘Quemar después de leer’

Quemar después de leer (Joel y Ethan Coen, 2008)

El cine de los hermanos Coen siempre se ha caracterizado por estar protagonizado por personajes superados por las circunstancias de su entorno y por el papel de lo absurdo y lo casual en el desarrollo de sus obras. Su mejor película hasta la fecha, No es país para viejos (2007), es un ejemplo de lo más ilustrativo en este sentido: un territorio implacable e inexplicable personificado en Anton Chigurh (Javier Bardem) acaba engullendo a aquellos que creen que pueden oponerse a las normas de ese entorno; es decir, el fracasado y ambicioso Llewellyn Moss (Josh Brolin) y el idealista sheriff Ed Tom Bell (Tommy Lee Jones). En este sentido, una de las características más interesantes del cine de los Coen es analizar cómo, dentro de esa columna vertebral de su filmografía, sus películas no dejan de ser en ningún momento entes independientes; así, el elemento diferenciador es, en la mayoría de los casos, el punto de vista adoptado a la hora de enfocar la trama. Mientras que en No es país para viejos nos situábamos a ras de suelo para que el ambiente inhóspito y absurdo penetrara en nosotros (lo que implica el tono trágico), en Quemar después de leer nos elevamos sobre ese ambiente para, como si de vouyeurs se tratara, observar como una serie de idiotas se entremezclan, a modo de ratas de laboratorio, y se acaban viendo superados por las circunstancias. Una vez más, el absurdo es la piedra angular del desarrollo del film, pero esta vez los Coen optan por una puesta en escena distante y distendida que desprende comicidad (en su variante del humor negro) por los cuatro costados. Sin embargo, como al final de Quemar después de leer los hermanos de Minneapolis nos recuerdan pertinentemente, los mirones no somos distintos de los mirados.

La oscura evolución de un discurso

No es arriesgado afirmar que estamos ante la película más cínica del año, aquella que goza maltratando a sus personajes (hecho que la emparenta con comedias de los Coen como Ladykillers (2004) y la aleja de obras como No es país para viejos), y disfruta dejando a todo títere sin su cabeza, incluso a aquellos que, por justicia, no se lo merecen. Así, los hermanos radicalizan la esencia de su cine, que según Ethan Coen se basa en la siguiente regla: «El inocente debe sufrir, el culpable ha de ser castigado y uno debe sudar sangre si quiere convertirse en un hombre». En Quemar después de leer sufren los inocentes y se castiga a los culpables, pero no hay nadie suda sangre para convertirse en un hombre, pues nadie lo merece. Así, los Coen prosiguen en la vertiente iniciada en Ladykillers y seguida en No es país para viejos por la que sus relatos no entrañan conclusiones felices, y los que deberían sudar sangre para convertirse en hombres deciden optar por la vía fácil y acaban siendo presas de sus propias trampas, que se resumen en una: la búsqueda del dinero inmediato siempre acabará en tragedia, absurda siempre, pero también justa. El Dr. Dorr de Ladykillers (Tom Hanks) dará paso al Llewellyn Moss de No es país para viejos (Josh Brolin) y al Chad de Quemar después de leer (Brad Pitt). Joel y Ethan Coen dan la sensación de haber dejado de creer en que la redención es posible (Tom Reagan, interpretado por Gabriel Byrne en Muerte entre las flores (1990), sí la conseguía), y los rayos de esperanza representados por Marge (Frances McDormand) en Fargo (1996), quien no entendía cómo alguien podía matar por dinero en un día tan bonito, pero no cejaba en su empeño por defender el bien; o por la creyente señora Munson (Irma P. Hall) en Ladykillers, que ve lo más oscuro del ser humano pero aún así dona el dinero robado de un casino que ha caído en sus manos por accidente a causas benéficas relacionadas con los niños (el futuro de la humanidad), se han desvanecido en favor de la resignación perpleja del sheriff Ed Tom Bell (Tommy Lee Jones) de No es país para viejos o la aberrante indiferencia del jefe de la CIA (J.K. Simmons) de Quemar después de leer. Así, la pregunta de por qué una historia tan (verdaderamente) trágica como la del último film de los Coen es una hilarante comedia viene respuesta por la propia película y la evolución del discurso coeniano: cuando todo está tan podrido que sólo hay lugar para el absurdo y el caos, cuando éstos se filtran en todos los vértices del relato, la bola de nieve es tan grande que los hermanos optan por la máxima de “me río por no llorar”. Los niños que aceptan el dinero que Anton Chigurh (Javier Bardem) les da a cambio de una camiseta para aliviar el dolor de un brazo roto en No es país para viejos bien podrían ser los mismos que se han hecho mayores (ellos y sus ansias de dinero) y protagonizan Quemar después de leer. Y así, no hay lugar en el film ni siquiera para la sublimación del mal personificada en, por ejemplo, el Joker de El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008). Al fin y al cabo, todos son una panda de gilipollas.

El reverso histriónico del absurdo

El presente 2008 ha estado caracterizado en parte por obras en las que lo absurdo (inexplicable, caótico, etcétera), ha sido el  hilo conductor y una de las claves esenciales a la hora de interpretar esas obras. La ya citada El caballero oscuro, la multipremiada No es país para viejos, la fotocopia Funny Games U.S. (Michael Haneke, 2007) o la personalísima El incidente (M. Night Shyamalan, 2008). Sin embargo, todas ellas se caracterizan por atorgar a esa presencia del absurdo como alma de la película un tono trágico cuando no apocalíptico. Por el contrario, los Coen parecen ofrecer el reverso de su oscarizada película con Quemar después de leer. El sinsentido, en realidad, no deja de poseer consecuencias devastadoras, pero precisamente la globalización total de ese caos acaba por ser tan arrolladora que provoca la carcajada. Es esa carcajada tan culpable como inevitable. Cuando al final los Coen nos acusan con el dedo de ser tan estúpidos como los idiotas de los que nos hemos estado riendo durante una hora y media (mediante el personaje del jefe de la CIA, que también lo observa todo desde arriba sin entender nada, de aquí el plano de obertura y de clausura, el planeta Tierra), la escalada del absurdo llega a su cima y tiene su genial rúbrica (y el descojone más absoluto) en el hecho de que la CIA, los que deberían saberlo todo, tampoco se enteran de nada. Lo dicho, todos so/n/mos una panda de gilipollas.

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